Este lugar pretende ser un caótico baúl sumergido en el océano del secreto. Una bitácora donde se encuentren todos los temas estremecedores del corazón humano. Esas sensaciones perturbadoras de vulnerabilidad ante lo desconocido, ya provenga del mundo invisible, los vacíos cósmicos, o los abismos de deseos prohibidos ocultos, cuyas hebras se tejen en nuestra propia alma. Desde que experimentó por primera vez esas sensaciones, el hombre ha intentado plasmarlas de forma artística para poder conjurarlas y salvarse de su propio miedo. Lo que vas a encontrar al abrir la tapa no es para todos los gustos, por eso se guarda en un arcón de la mente. Por lo tanto... Pasad libremente, y por vuestro propio pie... Tomad asiento y disfrutad de una poética del horror.

viernes, 25 de mayo de 2012

Villancico

Despertó desconcertado, con la sensación de tener un cangrejo espinoso paseando por su cerebro. Era incapaz de moverse; se encontraba sujeto sobre algo áspero. Probablemente, una silla vieja. Las nalgas, ateridas, se clavaban en la malla de mimbres quebrados que formaban el asiento. Hacía frío. Sus músculos, entumecidos, parecían fabricados con heno seco. La punta de los pies tocaba un suelo de piedra irregular, ligeramente húmedo. Se vio forzado a reprimir las náuseas ante la perspectiva de ahogarse con su propio vómito, bloqueado por una mordaza en la boca que también le impedía hablar. Abrió los ojos lentamente.Todo giraba a su alrededor. Se encontraba en una bodega
amplia que apestaba a moho y pelo quemado. Había una especie de círculo de piedras en el suelo, semejante a un pozo bajo, del que no lograba distinguir la
profundidad. La única salida parecía ser una puerta de aspecto sólido y aceitoso en lo alto de una escalera, apenas iluminada por la única fuente de luz del cuarto, que consistía en un flexo sobre una ominosa mesa de escritorio de color negro. Ésta daba soporte a varios libros, tanto antiguos como recién comprados, que se hacinaban en desorden (como en las viejas fotos de su padre que mostraban cadáveres en aquellas fosas comunes de los campos de concentración nazi). De alguna parte, nacían los acordes de Love will tear us apart. Notó que tenía unas ganas enormes de orinar. Una voz, a su espalda, de timbre dulce y tono educado, puso de manifiesto que no estaba solo.

—Veo que por fin se ha despertado. Saludos. No se alarme. Tengo que hablar con usted. Ha tenido la fortuna de colarse en mi domicilio, y soy una persona muy hospitalaria. Así que vamos a compartir esta Nochebuena juntos, ¿le parece? Sí, ya es Nochebuena. Para ser exactos, quedan menos de dos horas para Navidad. Y hoy es una verdaderamente especial. Quizá ya lo ha sido, o lo será.

Su acompañante llegó hasta la mesa. Se trataba de un hombre extremadamente alto y enjuto de carnes. Lucía traje color hueso. Sus movimientos eran calculados y elegantes, como los de un gato paseando entre jarrones. Las numerosas arrugas y su cabello blanco evidenciaban la avanzada edad del hombre, que contrastaba con la energía de sus ojos grises y la expresión vivaz de su bigote. De un armario inmerso en la oscuridad, sacó una copa y una botella de vino, se sirvió, y tomo asiento. Tras beber un par de sorbos, reposó la cabeza en el respaldo y perdió la mirada en el vacío. Ahora sonaba Under the Milky Way. Con un mando a distancia que dirigió a la negrura, bajó el volumen de la música.

—Me va a disculpar mis gustos musicales. No son propios de mi edad, ya lo sé. Pero uno es todo lo joven que se siente. Aunque claro, eso es lo que dicen los que no saben nada del tiempo. No le voy a mentir. Usted va a dejar de existir en la forma estricta en la que interpreta ahora su realidad. Pero antes, charlemos. No puedo ofrecerle nada de comer o beber —dijo, señalando la copa con sus dedos largos y nudosos—, porque las normas son muy claras: abstinencia absoluta de alimento y contacto carnal, por lo menos durante un día completo..., exactamente, el tiempo que llevo disfrutando de su compañía. Lo que me recuerda que debe estar a punto de estallar; mis más sinceras disculpas.

Se acercó despacio, mostrándole una palangana de metal pulido: un espejo que revelaba su aspecto demacrado, la mordaza en su boca y, a sus espaldas, una colección de botelleros satisfechos que alcanzaba el techo. Dejó la palangana bajo el asiento de mimbre, para después mirarle y señalar el recipiente gesticulando con la mano abierta y un significativo arquear de cejas. Volvió a la mesa, y se sirvió otra copa de vino. Siguió su consejo: humillado, dejó que la orina gotease por los orificios de la silla. No guardaba recuerdos de la última vez que se meó encima. Y desde luego, nunca lo había hecho sentado, de eso estaba seguro.

—Una vez tuvo que hacerlo, pero estaba tan borracho que no lo recuerda... Sí, lo sé, es un buen truco. Un vino estupendo, por cierto: Ribera del Duero...., de los mejores de mi tierra. No me mire así, caballero. No voy a aburrirle contándole mi pasado remoto. Ahora mismo tiene escasa importancia. Puede que me haya convertido en lo que soy a causa de una triste historia personal. Si le place, adórnelo así. Quizá mi mujer murió en el parto de nuestro único hijo malogrado y, buscando una forma de apagar su ausencia volviéndola a traer a este mundo, la oscuridad fue tomando el control de mi alma hasta que no hubo vuelta atrás. Que este drama sea o no verdad, no lo hace más trágico y merecedor de perdón. Primero, no lo necesito. Segundo, es algo recordado (pero no sé ya si se trata de mi vida o, simplemente, que acabo de volver a leer hace poco “Entrevista con el Vampiro”). Tercero, el tiempo es una medida muy, pero que muy relativa: esto pronto lo descubrirá.

Adrian intentó forcejear. Sus ataduras eran firmes, pero, en algún punto cerca de las muñecas, cedían levemente. Al parecer, le quedaba tanto tiempo como esperanza de liberarse. Mientras su extraño captor seguía con la mirada perdida en el infinito, como si pudiera ver las estrellas a través del techo, él insistía con movimientos secos y bruscos para dar de sí las correas.

—Además, Heráclito tenía razón: la vida es entropía, cambio. El río siempre fluye. Nunca nos bañamos en la misma agua porque todo ha cambiado. No sólo la corriente, sino nosotros mismos. De esa forma, si alguna vez hubo una tragedia en el pasado de lo que soy, la vivió otra persona. Mire, le voy a contar un secreto: no hay nada en la oscuridad que no se encontrara ya allí cuando la luz brillaba con fuerza, y que no permanezca cuando vuelve a encenderse. Así que no importa, de todos modos. El verdadero conocimiento estriba en discernir el lado verdadero de la luz.

Tamborileó con los dedos sobre un libro muy viejo, de aspecto manuscrito. Adrian ya había robado dos o tres ejemplares del estilo en alguna ocasión. Resultaban complicados de colocar, pero, una vez vendidos, podías vivir un año a todo lujo antes de necesitar volver a dar un golpe. Sintió la culpabilidad del avaricioso. Si hubiera sido más comedido, no estaría ahora en esta situación…

—De lo que sí estoy totalmente seguro es que aquella lápida tuvo algo que ver: uno de esos puntos de inflexión en el tejido de lo real. “I AM PROVIDENCE”. Si me permite el chascarrillo, "providencial". En ese momento, todo pareció quedar suspendido: fue cuando me encontré a mi mismo y al libro. Después de eso, comenzó la búsqueda del conocimiento. Es como una enfermedad, ¿sabe? Un cáncer del alma que degenera despacio e inexorable, igual que el océano va desgastando la costa. Es incansable. Un ansia primordial, egoísta, como la de los bebés que lo miden todo por succión: una oralidad que ha de ser satisfecha de inmediato, sin opción a demorar el placer. Es devoradora. Una y otra vez. Es algo que llama a lo primordial, a la inmadurez, al caos. Todo eso debe ser lavado, como el mar filtra las impurezas, y el fuego las torna en humo.

Volvió a acercarse. Esta vez traía en la mano un incensario humeante y una voluminosa jarra de porcelana blanca, la cual, a pesar de su evidente peso, manejaba con enorme ligereza. Tras retirar el bacín de la orina, comenzó a canturrear en un idioma desconocido, que sonaba como latín, pero no lo era. Mientras, ahumaba el cuerpo de Adrian con el incienso.

—Amigo mío, aparte de su importante cometido, le estoy agradecido por su presencia, porque no viene mucha gente a visitarme. Las órdenes eran precisas: mudarme a este lugar y esperar su llegada —levantó la ceja y lanzó una mirada de soslayo al techo—. Pero Arkham es una ciudad extraña, tan llena de vetustos recelos y prejuicios, como de tejados coloniales. Ser un extranjero, y europeo, no ayuda mucho. ¡Qué solos están aquellos que visitan nuestra tierra! Hay lugares que no han avanzado por mucho que proliferen internet y los teléfonos inteligentes. En todo caso, Arkham resulta la ciudad ideal para gente como nosotros. Sí, no me mire con esa expresión familiar de “yo no tengo nada que ver con usted”. En el fondo, todo está conectado. Somos uno, diferentes partes de un todo, como el cuerpo tiene células especializadas, formando parte del mismo organismo. Por supuesto, ahora mismo no me está entendiendo, pero pronto lo hará. Usted procure mantener la mente abierta. Es natural. Está nervioso. Desnudo en un sótano frío, con el suelo de piedra. Las paredes, invisibles debido a la escasez de luz. Sujeto a una silla por esas correas ásperas, que tanto el tiempo como yo hemos maltratado a base de indiferencia. Mire, otra bella metáfora aplicable a esta ciudad. Permítame que lo apunte en la libreta...; estoy planeando un libro de poemas para honrar a la Luz. Yo soy un servidor de la Luz.

Dejó el incensario y tomó la jarra de porcelana, con un ademán de reverencia. Pronunciando de nuevo sentencias en ese extraño latín falso, derramó en la cabeza de su prisionero un líquido helado. Adrian notó su sabor salado al pasar sobre los labios: agua de mar. Confuso, invadido, desesperado, rompió a llorar y a convulsionarse, tratando así de encubrir sus intentos de liberación y ejercer una fuerza aún mayor sobre aquellas correas que ya debían estar a punto de ceder.

— ¡Oh! ¡Por favor! ¡Es usted un hombre del momento! ¡Un avezado ladrón! Conténgase, se lo suplico. Su misión es insigne. La mayor de todas. Desde mi perspectiva, tengo que admitir que le envidio en su inocencia pura. Es usted un cordero que será el alimento de la Luz —colocó la mano abierta sobre el pozo en el centro del cuarto—. ¡Omnes terribiles! ¡Omnes potestates! Domini lucis. Tenebre —susurraba con devoción, descendiendo su tono con cada vocablo; por lo poco que recordaba de latín, Adrian sabía que las frases no tenían sentido ninguno—.Quizá si usted conociera algo más sobre el río del tiempo, aceptaría gustoso su honor.
Ahora la cámara parecía estar más iluminada por una fuente imprecisa. A muy bajo volumen, sonaba The killing moon a sus espaldas. El anciano se acercó a la mesa y recogió el libro. Detrás del escritorio, la luz había revelado un enorme frigorífico junto a una estantería repleta de relojes, CDs y diferentes objetos tribales de todos los rincones del mundo. Si pudiera llevarse uno tan solo —pensó Adrian—, podría vivir como un rey durante años.

—Como le digo, todo comenzó en ese momento. A mi mujer siempre le habían encantado las historias de Lovecraft. Se las estuve leyendo hasta el final. Decía que el miedo le ayudaba a enajenarse de las miserias cotidianas y las verdades de la crueldad del destino. Siempre decía: “Si existieran todos estos seres horribles, amor mío, entonces habría esperanza, porque eso supondría el existir de la magia, la maravilla. Estaríamos solos en un mundo terrible, pero todo tendría su sitio. La luz mostraría que la oscuridad existe, y sabríamos de ella. Y ése es el primer paso para sentirse seguro”. No sé si ha leído usted las obras de Lovecraft. Este pensamiento podría sonar conceptualmente contradictorio, aunque, según el punto de vista, también muy certero. Ella acababa de morir, y yo no quería saber de España. Guerra. Muerte. Dictadura. No, eso no era para mí. Visité Providence y la tumba del escritor para, en un modo extraño, agradecer los momentos de alivio que nos había proporcionado en la última época, con sus historias. Fue cuando, como ya le he dicho (o le diré), me encontré a mí mismo. Ya sabe que el tiempo no es lineal. Pero todo está conectado.

La fuente de luz, ahora claramente perceptible, provenía del pozo: una luminosidad limpia, azulada, semejante a un foco de quirófano, instalada, probablemente, en la parte más profunda de la oquedad, ascendía reflejada por un sistema de espejos.

Sin saber qué decir, parado ante aquella pequeña placa, noté que alguien me observaba. Es un pequeño escalofrío, como el que sentirá cuando le atrape —se detuvo, dubitativo—...; atrapé. Al girarme, me encontré. Llevaba este mismo traje, que he usado casi desde entonces. Y, por supuesto, mi cabello había encanecido. Tengo que admitir que me gustaba, me daba un aire de aristócrata sabio y distinguido. Me sonreí, y me tendí el libro. Este libro —lo señaló con reverencia—: "Las confesiones de San Adrián". Luego desapareció. Se trataba de los delirios y dislates de este fraile, transcritos por varias personas durante el juicio por apostasía de su congregación, a contar entre discípulos, interrogadores y compañeros de celda. Nunca fue canonizado por la Iglesia, claro está. Es una broma literaria: el título lo puse yo. En realidad, sólo era un demenciado balbuceante que no se valía por sí mismo. Representaba nada más que una antena de móvil, un aparato de radio para una secta llamada "Los Portadores de la Luz". Terminaron capturados por la Inquisición durante la realización de un rito de comunión angélica. Describía a estos ángeles como seres de claridad que nos llevaban visitando mucho tiempo, desde sus hogares más allá de los vacíos de las estrellas. Eran capaces de abrir la mente de los fieles para mostrar la verdadera realidad. Ungiéndolos en su luz, dinamitaban los esquemas impuestos a las mentes poco evolucionadas sobre los límites del tiempo y el espacio. Al parecer, los egipcios ya los conocían: los llamaban “hijos de Thot”. Dormían en su hogar ajeno al tiempo, y requerían de una invocación para investirse de materialidad y descender a nuestros planos. Se dice que intentaron quemar al apóstata en la hoguera; lo desmembraron, ahorcaron… Nada resultó. Al final, decidieron emparedarlo en un monasterio cerca de Burgos, metido en una tinaja llena de agua marina. El hombre no paraba de gritar “soy la Providencia”. La verdad es que me gustaría encontrarlo. Pero antes tengo que hacerme una visita. Soy la Providencia… Qué irónico va a resultar, ¿no?

Estaba absolutamente loco. Aunque su estado mental o la congruencia de sus motivos carecía de importancia, si sus intenciones no variaban de las de un torturador de los marines. Adrian se concentraba en mantener la cabeza clara. Su cuerpo, embriagado por el incienso, fustigado por el hambre y la inmovilidad, estaba al borde de un nuevo desmayo. Sin embargo, las correas parecían a punto de ceder; sólo faltaba un poco más de tiempo. Su captor le mostró un grabado del manuscrito. La luz del cuarto había comenzado a borrar los límites del mismo, como antes ocurría con la oscuridad.

El dibujo representaba a una criatura complicada de describir. Algo surgido de los delirios del más imaginativo de los alcohólicos. Un ser famélico de piel pálida, enfermiza y rugosa, el cual, en lugar de cabeza, lucía lo que el artista había representado como un halo. En lo que parecía ser el pecho, mostraba una abertura vertical repleta de diminutos cilios. Sus miembros eran tan largos como el propio cuerpo, y se antojaban desagradablemente flexibles, finalizando en unas extremidades de cuatro dígitos coronadas por puntiagudas y brillantes garras óseas. Si bien, lo peor era aquello que brotaba de su espalda. Nacían, extendidos, varios flecos con el aspecto de velas de lino abandonadas al temporal; semejantes a alas, estaban recorridas por conductos tubulares que desembocaban en diminutos corpúsculos a modo de labios. La criatura estaba rodeada de fuego o luminosidad. Adrian no pudo reprimir un gesto de rechazo, pero esforzándose en mantener su objetivo claro, soterró, con el violento ademán de terror, un nuevo tirón de muñecas. Aquel canoso perturbado cerró el manuscrito de un golpe, que Adrian aprovechó para disfrazar el sonido de la ruptura definitiva de las correas. Era libre. Sólo debía esperar el momento preciso. Sólo unos instantes, y todo habría terminado. Y, encima, sería rico. La cámara parecía iluminada con el fuego de su ambición. Sonaba, nuevamente, música, pero esta vez provenía del piso superior.

—Por favor, guarde un segundo de silencio. ¿Puede oírlos verdad? Son los niños, como es costumbre en estas fechas. Adoro a los niños. Por eso solía ganarme la vida como maestro. Me encanta escucharles cantar villancicos. Mi favorito se llamaba "Una pandereta suena", claro que ése no lo cantan nunca; es puramente español. Tiene algo que me hace llorar. Me remueve por dentro. Me recuerda a mi infancia. Deme un solo minuto, por favor, para poder darles algo de aguinaldo. Al fin y al cabo, soy una persona medianamente pudiente. Sería un crimen no mantener mi reputación. Los Portadores de la Luz debemos practicar la caridad. Vaya, es casi la hora —sacó del bolsillo un reloj de cadena, y se lo mostró: no tenía números arábigos ni romanos, sino extraños diagramas matemáticos—. Aunque se me ha parado..., qué dulce adversidad. Habrá sucedido algún contratiempo. No se preocupe, esas cosas se arreglarán. El tiempo nunca es lineal, son simples arcos argumentales. A veces hay que forzarlos un poco.
Se giró para dejar el libro en la mesa, y Adrian aprovechó la distracción. En un gesto eléctrico, fruto de los años de experiencia como ladrón, liberó las manos, se deshizo de la correa de los brazos y cogió el pesado incensario. Con los tobillos aún apresados, dio un salto, y estrelló el botafumeiro contra la cabeza del anciano, que cayó al suelo. Se lanzó enloquecido contra su cuello, y comenzó a apretar. El hombre estaba inconsciente, y, en aquella situación, no habría podido luchar. Las manos de Adrian martillearon el cráneo de su captor contra el luminoso suelo de piedra. El corazón parecía un tren de vapor que fuera a salirse de las vías. Mientras le arrebataba la vida, con cada golpe, pensaba que juró sobre la tumba de su madre no cruzar jamás esa línea del delito mayor. Pero ella comprendería la situación. Hasta en los más intransigentes códigos penales y religiosos se incluía la defensa propia. Siguió golpeando, bajando la intensidad, a medida que sus pulmones le recordaban la necesidad de respirar que había apagado la adrenalina. Las hendiduras de la piedra comenzaron a devorar la sangre, brillante como vino derramado, en aquel sótano de fosforescencia irreal. En el piso de arriba, los niños cantaban un villancico, aunque no en inglés.

Mantuvo durante unos segundos las manos en el cuello del anciano, mientras pedía perdón a su madre, tratando de poner en orden la mente tras haber cobrado una vida. Sin embargo, un instinto producto de veinte años asaltando casas, le puso de nuevo en acción. Comenzó a sentir, proveniente del pozo, un calor profundo, como el de un personaje de dibujos animados que llega a casa muerto de frío, adornado con carámbanos, y por acercar demasiado el culo al fuego, se lo termina quemando. El pozo estaba en llamas, quizá los focos de su interior habrían sufrido un corto, y la casa no tardaría en arder. Tenía que salir de allí. Sin saber por qué, la excitación de su mente le jugó la mala pasada de recordar aquella figura envuelta en llamas del grabado. Un terror irracional a que semejante ser existiera realmente y avanzara surgiendo del pozo, con intención de consumirle, invadió su alma.

Sin perder más tiempo, se quitó los correajes de las piernas, subió corriendo por la escalera, pisando el charco de sangre, y dejando un rastro de huellas húmedas sobre el suelo caliente. Abrió la desvencijada puerta, y la cerró tras él por instinto. Apoyó aliviado la espalda contra la madera, con los ojos cerrados. Suspiró profundamente, sintiéndose seguro. Sólo quedaba coger rápidamente algo de valor para que hubiera merecido la pena. Le habían comentado que Hawaii era precioso en esta época.

Sin previo aviso, notó un crujido seco, un estallido en la cabeza, como si un cangrejo espinoso se empezara a pasear por su cerebro. Todo se fundía en negro mientras volvía a escuchar una voz familiar, de timbre dulce y tono educado.

— ¡Mi querido amigo, Adrián! No me ha dejado apenas oportunidad de darles el aguinaldo a esos pobres chicos. ¡Cantaban de maravilla! Me encanta la Nochebuena. No me mire de esa forma. Me insulta su sorpresa. Como ya le comentaré (o le he comentado), no es algo lineal. El río siempre fluye, pero no nos bañamos en la misma agua. Son simples arcos argumentales que se van solucionando. Esto debía ser aquel pequeño contratiempo. No trate de hablar, ahorre esfuerzos; hay que salir de viaje. En verdad que le envidio.

De alguna parte, nacían los acordes de Love will tear us apart.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchísimas gracias por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado. Al final no ganó un puesto en esa antología extraña de relatos a pesar de que ha recibido muy buenas críticas. Me siento orgulloso de este pequeño relato.

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